Hace menos de un año, el Madrid era campeón de todo, tenía el mejor equipo del mundo plagado de estrellas y se acercaba la mejor de todas. Los jugadores no solo querían ir al Madrid; querían ir pagando. Pagar ellos por ir. El club estaba saneado y estrenaba el mejor estadio del mundo, mina de ingresos, maná financiero sin igual donde habría conciertos constantemente que alumbrarían un renacimiento cultural de la ciudad, cuando no de España entera.
Su gran rival, mientras tanto, agonizaba en la más absoluta crisis deportiva, económica y reputacional; incapaz de fichar o inscribir a un jugador y con el escándalo mayúsculo de saberse que durante décadas estuvo pagando al que mandaba sobre los árbitros, razón que quizás (solo quizás) explicara cosas como pasar temporadas enteras sin recibir un penalti en contra.
Bien. Transcurridos unos meses, ese equipo, el Barcelona, se acerca a la final de la Copa de Europa, lidera la tabla liguera y le acaba de ganar la Copa del Rey al Madrid, al que ha goleado en cada encuentro jugado.
Y no solo pudo inscribir jugadores, pudo continuar como si nada cuando se demostró que lo había hecho de modo ilegal. El Madrid no hizo nada al respecto, y además le brindó de manera indirecta ayuda para una nueva palanca.
Por si eso no fuera bastante, se debilitó deportivamente. Del once campeón de Europa se le fueron, sin relevo, un central titular y el organizador. El fichaje de Mbappé provocó un desequilibrio táctico que el entrenador, consabido acomodador, fue incapaz de corregir durante toda la temporada, añadiendo al estropicio nuevas terquedades y contumacias.
Algunas voces avisaron entonces de flaquezas en la plantilla (voces a menudo insignificantes, como la de algún humilde blogcillo) que por supuesto no fueron escuchadas porque se trataba de una iteración del Modelo o de un criterio de la Omnipotencia, siendo ambas expresiones de Lo Supremo. Como si desearan avisar, los dioses (divinidades en todo caso menores) lanzaron sus dardos de mala suerte sobre las líneas más débiles de la plantilla, pero el Madrid, ciego a todo o quizás absolutamente canino, siguió sin reforzarse.
Un año después, el Madrid, que estaba en lo más alto, se ha debilitado hasta la lástima, habiendo recibido más vapuleos en una temporada que en una década entera, y el Barcelona, punible y sin un duro, camina hacia algo que puede ser histórico sin que ninguna institución frene sus desmanes, incluso con la colaboración pasiva o no tan pasiva de su odiado rival, metido a "buen y fiel hermano".
El Madrid de las remontadas le ha puesto en bandeja al Barcelona una de época, un vuelco impensable, superior incluso al año en que la locura florentinesca implosionó a los Galácticos abriendo el paso de Ronaldinho al Barcelona.
En este contexto, la final de Copa del Rey solo podía ser un escenario doloroso. Una trampa. La escena de la sangre. El empecinamiento de Ancelotti por luchar la Copa este año con tan menguada plantilla pareció, por honroso que fuera, otra de las formas de autolesión.
Las declaraciones previas e inauditas de los árbitros y del propio Madrid, que se ha movido todo este tiempo en el extraño contrapunto, definitivamente fraudulento, de la diplomacia del córcholis de Butragueño y el influjo florentinómano de Ferreras, dejaban claro que en la Copa no iba a pasar nada grave. Un escándalo arbitral hubiera dado la razón al Madrid, y así no funcionan las cosas. ¿O acaso somos nuevos?. El arbitraje se decantó esta temporada en las semanas en que el Madrid lideraba en la Liga y se marchaba solo. Demarraba como Perico y una mano invisible dijo: detente. Estuvo ahí y en la calibración de la "jugabilidad" de los partidos de unos y otros.
Nadie podía pensar que fueran a descubrirse en Sevilla. A darle al Madrid semejante escaparate en la Copa del Rey, fiesta de las instituciones, todas allí.
La Copa iba a ser, y así ha sido, y así se cantaba, escaparate del fútbol español, imagen fiel de la grandeza de la Liga, de la limpieza de su competición, muy honrada por los grandes y, por supuesto, de la intachable y justa eficacia de sus árbitros, hombres íntegros dentro de un sistema falible, por supuesto, pero incuestionable salvo por el extremismo, un extremismo demasiado parecido a...
(esto se estará diciendo ya)
Así, cuando Rafinha se tiró y el árbitro picó, González Fuertes le llamó al VAR y De Burgos (¡qué nombres ya míticos!) corrigió su error.
La final no solo encumbra al Barça de Laporta. También a los árbitros y a las "instituciones", que tuvieron en la final un inmenso lavado de cara.
Las imágenes del Madrid al final del partido, con Vinicius y Rudiger enloquecido (ser defensa de ese equipo no puede ser bueno para los nervios) serán utilizadas para ejercicios de apuntalamiento y mortificación narrativa.
Ni diseñado por el peor enemigo del club sale mejor.
Cabe aplaudir el tesón del Madrid, que en algunos momentos volvió a dar la impresión de tener muchas cosas que no dejaron aflorar. En el fondo de todo hay trazas de equipazo. Restos de equipazo, promesas de equipazo. Un colosal Tchouaméni, perseguido casi todo el año; un buen Mbappé, al que hicieron culpable de todo; Valverde martirizado hasta lo papable y Belligham como un titán luchando contra los sucesivos coreanos del toque, renacidos como las lapas más insistentes.
Hubo una reacción admirable en la segunda parte, con arranques de fútbol valverdiano, dignos de su nombre ya, a tumba abierta, casi literal, y una inevitable fe de errores del propio Ancelotti con Arda. El Madrid remontó, se puso 1-2 y hubo entonces momentos de contragolpes mourinhistas sin control trasero. Oleadas vibrantes. Hizo lo más difícil pero no corrigió su fragilidad, que de lo estructural pasaba a lo muy personal, con Rudiger cojo al final del partido, su pierna envuelta como un durum de fibras requemadas.
Pero el Madrid había estado muchos minutos sin pasar del mediocampo. Las mismas sensaciones del Arsenal; el mismo incomprensible error de Rodrygo, perdido para la causa, la misma debilidad, la enésima lesión de Mendy, jugador inutilizable, y más minutos en los que Lucas lo era todo, o quería serlo todo o debía serlo todo.
Un galimatías total del que los futbolistas quisieron salvarse: Bellingham robaba con ese fútbol suyo arrodillado, Mbappé desequilibraba, Vinicius, errático, aislado arriba primero y luego ansioso, se vaciaba corriendo (corriendo hacia delante) hasta pedir su cambio... ¿A quién culpar? Los chivos expiatorios no lo ponían fácil. Tchouaméni se agrandaba y hasta Fran García se crecía, siendo solo terriblemente débil en lugar de decisiva y escandalosamente débil.
El Madrid de los ruedines (Lucas y Fran) marcó los goles a balón parado y en los dos del Barça fallaron Courtois o Rudiger, Brahim o Modric; yo creo que Modric, aunque la máquina mediática de exculpación lo quería salvar. No tiene importancia.
Los santones y los señalados estaban en la misma nave definitivamente mal gobernada.
Ver a Güler creando valor con su juego en una final deja a Ancelotti en muy mal lugar. Solo cuando a la temporada le quedaban 40 minutos el equipo mostró grandeza y arrojo. Lucas-Rodrygo dieron paso a Arda-Valverde, con Modric solo de refresco. Ese Madrid más joven y echado al monte, bastante suicida, era la única forma de justificar sus debilidades. Seguía siendo frágil, pero al menos esa debilidad tenía sentido. Había un equipo volcado arriba con toda su clase sobre el campo.
El Barça de Flick es La Palanca Mecánica. Salen canteranos como churros, como criaturas in vitro con un mismo donante. Hasta se parecen. Ponen a Ferran arriba y te rompe como Drogba. Los jugadores están finos finos, los pómulos tan cortantes que pueden herir con un beso y presionan de manera incansable, como si persiguieran la independencia. A su lado, el Madrid tenía que hacer esfuerzos de apariencia sobrehumana para avanzar; en todas sus contragolpes, y esto fue una constante, alguien se dejaba el balón, le daba demasiado tarde o demasiado pronto, como si fueran a dar un golpe y no hubieran sincronizado del todo bien los relojes.
Hubo en el partido un hito cultural: aplausos madridistas a Pedri, "lo correcto".
Jugadores peores son ahora mejores. El Madrid se debilitó y se galactizó, y el Barcelona activó palancas, inscripciones y contó, cuando era vital, con el azar arbitral, que quedará redimido por la final de Sevilla. ¡Pobre De Burgos, a cuyo churumbel le dicen cosas en el cole! De las madres arbitrales podían acordarse, pero eso era en una sociedad machista y troglodita. El niño de un árbitro no puede sufrir bullying en esta España. Esta violencia debe cesar.
Cuando Koundé ya había marcado el 3-2, hubo un plano de Vallejo en el banquillo. Gran misterio. En una temporada sin defensas, siempre hubo un defensa. Si la Inteligencia Artificial falla, ¿puede fallar a veces el Modelo, hacer cosas raras, dibujar manos de cuatro dedos? Xi Floping no lo permitiría.
Y al final, como viene siendo habitual en la realización, rostros madridistas. Las caras, Juan, las caras. La exhibición de madridistas sufriendo, con mirada de no entender nada. La frustración de un batacazo enorme; de estar muy arriba a recibir varapalos que ni con Benito Floro (que bien sufrió el Negreirato). La desmoralización ya sin remedio de ver a los tramposos no solo en la competición sino ganando la competición, con el enjuague definitivo de recibir el trofeo de la mano del Rey (¡mano que horas antes había tocado la mano inmortal y superhumana de Donald Trump!). Aquí no ha pasado nada.
La gestión ha sido lesiva, descuidada, incomprensible, chapucera, soberbia, y, al final, poco madridista. Lo que no debía pasar, ha pasado. Lo único que no debía suceder de ningún modo.
A Ancelotti se le pueden achacar dos asuntos principales: que prometiera que el Madrid estaría en la pomada a final de temporada y no vaya a ser así y que haya tardado en dar con el equipo que jugaba hasta no estar en plena pomada. Se ha pasado por alto la baja forma física de los jugadores y la cantidad de lesiones también. Del partido se puede entresacar que el Madrid por fin jugó bien y que Gabi se llevó una buena patada. De cualquier modo, algo hay en la relación de la plantilla que no va bien.
El equipo ha perdido equilibrio y el talento comprado no siempre lo compensa, por lo que puede, y así ha ocurrido, perder con equipos bien armados. Perder con el equipo armado con las estafas de barca estudios y los palcos más las impunes trampas inscripcionales, duele y escuece.